martes, 25 de diciembre de 2018

Ya no me callo más.


Los nombres e identidad de las personas están cambiados para ahorrarnos problemillas, hehe.

Empecé a hablar con Rodri porque me habló por una red social, el Tuenti. A los dos minutos le di mi número y empezamos a hablar por whatsapp. La primera conversación duró hasta las cuatro de la mañana. Recuerdo las risas, las cosas que teníamos en común y una frase en concreto “jo, a ver si me vas a contar algo de ti que no me guste”. Esa frase se me ha quedado grabada. Grabada porque sólo en la primera conversación me dejó claro que yo le encantaba, que no tenía errores, y eso, en mi mente perfeccionista, me encantó. Que alguien me reconozca lo maravillosa que soy, y si es un chico guapo, interesante y mayor, mejor. Sí, mayor. Porque a los días de hablar con él me enteré de que tenía 19 años. Yo tenía 15. En ese momento pensaba que la edad no era importante (yo ya estaba lo que se dice “enamorada” con todas las letras), y que teníamos la misma madurez mental (cierto). La cosa es que ahora lo veo con perspectiva y me parece perturbador que un chico de 19 años vaya buscando a chicas menores. -Él ahora tiene 23 y lo último que sé es que ha estado con una menor hace poco.-
Volviendo a cómo nos conocimos, nos habíamos visto por el instituto y nos habíamos gustado. La historia era un poco de película, en plan “amor a primera vista”. Después de eso, él buscó por Tuenti fotos de gente del instituto hasta dar conmigo para hablarme. En su momento me pareció halagador. Ahora veo que es una conducta reiterada en él y que de bonito no tiene nada, más bien de acosador. Pero ya lo veremos más adelante.
Nuestras primeras veces (la primera vez que me besó en el portal de mi casa, la primera vez que me tocó una teta en un descampado y las primeras veces que follamos) fueron todas sin preguntar. Yo estaba callada aceptando lo que se me venía encima, con curiosidad y con amor, pero con miedo. Miedo a lo desconocido, claro está. No quería decir que no, simplemente estaba nerviosa. Y lo aceptaba como algo que quería que pasase, pero, a la vez, como algo que tenía que pasar. Cuando llevas unos meses con un novio y le quieres, etc. eso tiene que pasar. Ahora pienso que siempre hay que preguntar, que preguntando es como se manifiesta que es correspondido, que si no se pregunta estás forzando a la otra persona. Me habría sentido mucho más cómoda y comprendida, como una cosa de dos, de pareja.
Al principio de la relación follábamos mucho. Mi yo adolescente estaba orgullosa de tener una vida sexual tan completa, pero con el tiempo empecé a cansarme. Cada vez que quedábamos había que follar. Según él “surgía”, o así es como llamaba a estar besándonos amorosamente y apretar contra mi cuerpo su pene erecto. Yo echaba de menos cuando sólo nos besábamos, como al principio de la relación, y los besos eran sinónimo de mimos y cariño, y no de sexo. Coincidió por aquella época cuando empezó a comportarse de manera extraña, como no me había tratado hasta ahora, que había sido tan atento y cariñoso. Le notaba muchas veces ausente y cuando lo hablé con él por si le pasaba algo me dijo: “no me pasa nada, simplemente supongo que ya nos conocemos”. Sería otra de las frases que se me grabaría para siempre. Ya te conozco, así que ya no me sorprendes. Ya te conozco, así que me he acostumbrado a ti. Ya te conozco, así que no me esfuerzo en cuidarte: sé que te vas a quedar aquí.
Su atención en lo nuestro fue decayendo. Cuando quedaba con él a veces se ponía a jugar a videojuegos o a tocar la guitarra, o a mirar el móvil. A mí estas cosas me molestaban muchísimo y teníamos broncas muy grandes. Con el tiempo intentaba hacerlas conmigo integrándome porque yo se lo pedía. Él decía que no teníamos que hacerlo todo juntos como justificación. Yo estaba muy de acuerdo, pero le decía que, si quería hacer cosas él solo que no quedase conmigo, que las hiciese solo. Me quedaba horas mirándole jugar o tocar la guitarra sin hacer nada hasta que fui capaz de expresar que me molestaba. Después, siempre que lo hacía, se generaba la misma discusión de que yo tenía que respetar lo que le apetecía, aunque ya le había dicho mil veces que me molestaba. Además, decía que quería ser capaz de hacer esas cosas incluso estando yo ahí (vamos, que fuese su dama de compañía), o que si me aburría que me fuese o que me pusiese a hacer algo. Claro, en su casa tenía muchas opciones de hacer algo: un espacio que no es el mío ni me siento segura donde, además, he venido a verte.
Hablando de su casa, la primera vez que fui sus padres ni me saludaron cuando entré por la puerta. Rodri había roto con su anterior pareja dos meses antes y ni siquiera se lo había dicho a sus padres, así que imagino la confusión que tendrían o la imagen que tenían de mí porque su hijo ni les había dicho quién era yo. Esto me ponía muy triste y me hacía sentirme verdaderamente mal en su casa, donde pasaría muchos días en el futuro. Con el tiempo fui hablando poco con los padres, pero nunca una relación positiva. Al principio me importaba muchísimo porque me daba pena que personas tan importantes en su vida no me quisieran, pero él decía que daba igual, que lo importante éramos nosotros y no lo que pensasen sus padres, y con el tiempo yo también pensé así. Ahora pienso que al menos podría haber pensado en cómo me sentía yo en un espacio tan incómodo y no en que él simplemente quería sentirse a gusto en él estando conmigo.
Con mi familia sí que llegó a forjar una relación muy estrecha, pero de eso hablaré más adelante.
Recuperando cosas anteriores, cuando cantábamos juntos o yo tocaba un instrumento él hacía de profesor, en cierta manera. Sonreía ante lo que yo hacía y luego hacía una demostración de cómo se hacía, o directamente hacía comentarios sobre lo mal que lo hacía o ponía caras de desagrado si el instrumento no estaba afinado. Esto parecen detalles sin importancia o manías de un músico, pero reflejaban que él se sentía superior a mí en este ámbito y quería remarcarlo. Soy muy exigente conmigo misma y eso me lleva a tener mucha ansiedad y destrozarme la autoestima, y su comportamiento no me ayudaba: nunca era suficiente. Un día yo estaba enseñando a mi hermana a tocar el ukelele, diciéndole que lo importante era practicar y que no importaba mucho cómo lo hiciese al principio, que ya le saldría. Él estaba delante, y le dijo a mi hermana: “si quieres aprender de alguien que sabe de verdad, escúchame a mí”.
Parto de esta frase para dos cosas: la ridiculización frente a los demás y la visión de mi como niña pequeña. Creo que esto puede tener que ver con el hecho de que yo era menor que él, pero aún más con el hecho de que yo era una mujer, y además una mujer pequeña y delgada. Le encantaba repetirme lo pequeñita y delgadita que era, para él era super mona. Esto me agradaba y me hacía feliz ser tan adorable para él, pero ya está. No podía ser fuerte. Si hacía ejercicio porque quería ser más fuerte, o decía (aunque fuese hipotéticamente en un arrebato de rabia ante una injusticia social) que me iba a cargar a alguien, le daba ternura y decía que “qué mona toda enfadada”. Ejemplos de esto es que él me compraba ropa de su agrado (lencería de superhéroes que le gustaban o ropa hippie, porque yo era tranquila y buena, y cuando me salía de ahí decía que no me pegaba ser así o que le gustaba más antes). Yo también me la compraba para agradarle. Esto causó algo de lo cual no me di cuenta: Era “mona” física y conductualmente, pero no podía salir de eso. Si quería que se me tomase en serio siendo violenta o estando enfadada, eso no iba a ocurrir, era un chiste.
Cuando descubrí el feminismo, ambos lo criticábamos (creo que nos pasa a todas cuando lo vemos por primera vez porque es más fácil oponerse que reconocer la realidad) hasta que me empezaron a doler muchas cosas ya (que siempre me habían dolido, pero a las que empecé a poner nombre) y me hacía gasligthing, es decir, me rebatía hasta que me dejaba sin argumentos, rota en mi propia lucha. Esto fue cambiando y le convertí en un maravilloso ¡hombre aliado! El cuál ya no es machista porque ahora dice que eso está muy mal y que él no lo es. Mi padre y él formaron coaliciones de aliados, sí, pero contra mi cuando, durante las cenas, expresaba alguna idea demasiado radical para ellos… Mi padre todavía, que no sabía de lo que le hablaba, pero él, el supuesto feminista, qué pronto se olvidaba de apoyarme. De repente me educaba otra vez delante de mi propia familia.
Le enfadaba muchísimo cuando yo me ponía violenta o vehemente por los temas. Yo soy así: cuando un tema me indigna me sulfuro y alzo la voz, gesticulo mucho y me pongo muy seria, cuando normalmente soy el amor y el mimo en persona. Y no me avergüenzo, me encanta ser así, apasionarme por los temas e indignarme de verdad, no simplemente diciendo “qué fuerte es esto”. Las mujeres podemos ser violentas, qué sorpresa, como cualquier otro ser humano. Pero no para él. Cuando alzaba la voz por algún tema y me ponía palabrotera e insultera me decía que no le hablase mal. Nunca le hablé mal o insulté, sólo me apasionaban los temas de los que hablaba. Pero él insistía en que esa manera de hablar le violentaba, y se “tenía que contener muchísimo para no responderme mal” (según sus palabras).
Eso a mí me volvía loca. Sentía que no podía expresarme en mis ideas políticas o radicales. Eso sí, nunca me callé. En política no hay quien me calle (jeje), pero las discusiones por este tema me las tragaba, he iba calando en mí el tener que controlar las formas muchísimo para que él no se pusiese nervioso. Eso me pasaría factura, como veremos más adelante.
Al año de relación yo ya empezaba a tener síntomas patológicos (de mierda de amor romántico o no sé cómo coño llamarlo). Dejé de escuchar reggaetón/música latina/cualquier música que él no considerase de calidad, y no fuese a mencionar que me gustaba una canción o incluso bailarlo porque se reía y enseguida insultaba a “los canis” y “las chonis” que bailaban eso. -Ahora le digo que anarkochoni con orgullo, niño-. Me daba miedo esforzarme en cosas que requiriesen de habilidad especial (música, arreglar algo mecánico, ejercicio, cocinar, etc.) que no dominase apenas o en absoluto por el juicio que iría detrás de que yo era muy mona para esas cosas, o sabía muy poco y él más, y directamente del miedo que me daban sus comentarios (que me minaban moralmente porque su opinión era la más importante para mí y en la que basaba la idea que tenía de mi propia persona). Me decía que él no me veía estudiando Relaciones Internacionales, que “no me pegaba”. Cuando dejé de estudiar eso y decidí que iba a estudiar Educación Social me decía que eso le gustaba (¿¡a él?!) mucho más y que me pegaba. Por aquel entonces (esto último fue en el tercer año de relación) ya me olían mal estas cosas y me molestaba que me las dijese. Pero se trata de algo muy complejo, de algo que va calando en la persona, que fue calando en mí. De ocultar lo que no gusta y exagerar lo que gusta, siempre buscando ser de su agrado.
Pequeño inciso para recalcar la importancia de pensar igual en una relación. Actualmente me dañan profundamente los comentarios de “los opuestos atraen” o “las diferencias son complementarias”. Si los pensamientos son muy diferentes, provoca un desgaste brutal y un cansancio en la relación. Él hacía humor negro con chistes machistas y racistas y yo me enfurecía tremendamente y, como he dicho anteriormente, me ponía vehemente, a defender a muerte los derechos de las personas que consideraba violentadas por ese humor. Él decía que era humor y que lo tenía que respetar, aunque no me hiciese gracia, y que además él no pensaba esas cosas, que eran bromas. Lo mejor es que no eran bromas, él es un racista y un machista (y un clasista, y un capacitista… lo tiene tó) pero bueno, resulta muy fácil justificar una mala actitud cuando te das cuenta de que la has cagado detrás del humor. A esto recurría muchísimo. Cuando algún comentario me dolía, había sido en broma. Pues mira, ni puta gracia.
Y aquí empieza lo peor de todo para mí. El juego psicológico. Yo soy la loca, la pesada, la histérica, la que siempre tiene algo por lo que discutir. Con casi dos años de relación busco una discusión en todo, todo me molesta y tengo que entenderle, respetarle. Cuando él se sobrepasa discutimos durante horas hasta que lo reconoce (si no lo ha excusado ya como una broma) diciendo que es una persona horrible, que ha tenido un día horrible o muchos problemas, que tiene traumas infantiles, etc. Acabo pidiéndole yo perdón o diciendo que no tenían importancia cosas que sí la tenían. Y así, callando mi propia voz y aceptando lo que él quiere, me acostumbro a muchas cosas.
Por ejemplo, no quiere presentarme a sus amigos y eso me duele, no entiendo por qué no formo parte de su vida cotidiana más allá de la que compartimos cuando yo sí le incluyo en la mía (amistades, familia), pero me acostumbro a ello, y me callo.
Me acostumbro a que cada vez que me desnudo para cambiarme de ropa se me quede mirando como embobado, aunque le digo que me molesta. No puede verme desnuda sin ponerse cachondo y hacerlo notar y eso me hace sentirme asquerosa y no poder vivir con naturalidad mi cuerpo y mi desnudez. Me siento un objeto, que solo le gusto por eso.
Me acostumbro a tener sexo sin quererlo. A partir de este momento, todas las veces que tuvimos sexo (en los dos años y medio siguientes de relación) yo NO QUERÍA tenerlo. Pero era consentido. Lo era porque se hablaba. “¿Por qué no quieres? No, que si no quieres no pasa nada, pero llevamos mucho sin hacerlo y a los dos nos gusta y tal… Además, es una buena forma de decirse te quiero. Yo siento que te quiero cuando lo hacemos, es cuando más lo sentimos, ¿no? ¿Es que no te gusto? ¿Me quieres menos?”. Yo resistía y me creía vencedora cuando se rendía en sus intentos, después de que él “no insistiese” nada, pero hablase mucho sobre el tema y por qué no se hacía. Entonces nos disponíamos a dormir y su polla dura se volvía a pegar contra mí. Eso, sumado a la culpabilidad por haberle “defraudado” o por no “haberle saciado” (suena bruto, pero es tal cual) hacía que yo cayese. Además, era mi deber como novia tener sexo con mi novio. Es lo que hacen las parejas. Si no, como él decía, quizá es que no nos queríamos tanto.
Con el tiempo fui ignorando las conversaciones y pasando directamente a la acción para que se callase cuanto antes, para que se durmiese y me dejase en paz. A veces yo estaba muy cansada porque era muy tarde y aun así lo hacíamos. En nuestros últimos meses de relación me había vuelto una experta en esquivar el tema, en aprovechar el cansancio para dormirme o en cansarle para que no lo pidiese. No obstante, la última semana que pasamos juntos, follamos. Porque yo me iba de campamento y teníamos que “despedirnos”. Recordar esos momentos me hace tener ganas de vomitar.
Cuando lo hacíamos, el sexo era totalmente egoísta. Él decía que teníamos que llegar al orgasmo los dos, como si en el sexo hubiese un final pautado, no una continuidad y una espontaneidad cada vez. Todo parecían pasos a seguir y casi siempre era igual. Al principio se acababa siempre cuando llegaba él así que empecé a quejarme de esto y entonces lo que pasaba era que se esforzaba en hacerme llegar para después desfogarse él a gusto. Es decir, yo tenía una presión enorme por sentir placer y eso me hizo cogerle miedo y aversión al sexo durante el resto de mi relación con él. Sentía que no se hacía por mí, sino por cumplir un contrato para que luego le tocase el turno al otro. Cuando le llegaba el turno, a mí no me apetecía una mierda (a lo mejor no me había apetecido desde el principio), pero aun así lo hacía. Todo esto justificado bajo el que así era justo para los dos. Llegué a pensar (aun lo pienso, de hecho) que él tenía una especie de necesidad, común en todos los hombres, de follar. Para mí el sexo compartido (digo compartido porque si quiero tener placer lo tengo sola), es eso, compartir, y quererse. Cuando yo follo, quiero a la otra persona, o al menos le tengo un cariño especial. Cuando estaba con Rodri, pensaba que él tenía esa necesidad y que yo, como su novia, debía satisfacerla. Si hubiese pensado con estas palabras, me habría escandalizado a mí misma, pero supongo que nunca lo verbalicé como tal, aunque sí era un pensamiento inconsciente.
Yo era su puta. Y encima sin cobrar. Durante 5 años.
Y esto me lleva (perdón por divagar tanto, pero es que son muchas cosas que recopilar de 5 años, ¡¡CINCO!!) a su idea de las mujeres. Recordemos que él me había buscado en una red social porque le llamó atención mi físico. Pues bien, esto sería algo común en él de lo que yo me daría cuenta más tarde, espiando lo que hacía en internet y las redes sociales. Sí, le espiaba, le cotilleaba, le cogía el móvil y el ordenador. Soy una bruja.
A ver, que lo explico. Hacia los dos años de relación estuvo casi un mes sin hablarme y cuando por fin me atreví a preguntarle (no lo había hecho antes porque era común que él estuviese ausente u hostil y “no le pasase nada” y ya sabemos, yo era una paranoica, así que esta vez también podía serlo), ¡bingo! Le pasaba algo. No me supo decir qué, simplemente “ya no estaba agusto en la relación”. Otra frase de las que se marcan, sobre todo cuando no hay motivos. Al acabar la conversación me soltó otra fracesita: “en dos días estaré volviendo a tus brazos” (¡y por qué generas este dolor, cabrón!). Y en efecto, a los dos días exactamente me llamó preguntándome si quería ir a su casa a dormir. Recuerdo esos dos días como horribles, pensando que se me había acabado el mundo y la vida, diciéndole a mi mejor amiga “tengo que respetarlo porque es lo que él necesita” (y lo que yo necesito, ¿qué?). El día que volvimos de ese “tiempo” estuvimos bien, hablando de que se había dado cuenta de lo que me quería, de lo que iba a perder al dejarme, etc. Hasta que se fue a la ducha. Yo no me había estado creyendo un pimiento, y le cogí el móvil por primera vez en la relación, la que sentaría el precedente de las miles de veces posteriores, porque fueron muchísimas. ¿Qué por qué? Por esto: el traumón.
Le cogí el móvil y había estado hablando con otra chica, llevaba hablando con ella meses. Al salir de la ducha se lo dije llorando, y para empezar se enfadó porque le había mirado el móvil y para continuar (cuando pedí perdón diez mil veces) me dijo que era una chica a la que estaba vacilando haciéndole creer que tonteaban. No sé cómo fui tan tonta de creérmelo (bueno, sí, miente genialmente bien, es lo que mejor hace) y de aceptar esa actitud hacia otra chica (es bastante cruel que hablen contigo haciéndote creer que les gustas para reírse de ti), pero me lo creí, y le perdoné.
A las pocas semanas le miré el ordenador porque me picaba la chispa de que me había mentido. En efecto, había hablado con otra chica más. Entonces me dijo la verdad, reconoció haber estado tonteando con ambas, que no era una broma como me había dicho en un primer momento, pero que ahora sabía que quería estar conmigo. Le dije que me había mentido dos veces y ¡sorpresa! Le dejé. Le dije que no podía estar con alguien que no era capaz de serme sincero, de haber querido estar con otras personas y no habérmelo dicho, de haber jugado conmigo rompiendo y volviendo cuando no le había salido bien la jugada. Pero se puso como nunca le había visto ponerse. Blanco, callado y con la mirada perdida; pensé de verdad que le estaba dando algo. Me dio miedo y le dije que le perdonaba, pero que no lo hiciese nunca más. Ay, ingenua de mí.
Este fue “el traumón” porque se sentaron varios precedentes: 1. Él me había mentido, y yo empezaría a descubrir que era un experto en mentir. 2. Me convertiría en la mejor detective y hacker que haya existido, experta en descubrir contraseñas, mirar historiales, buscar información, etc.
Ojito: esto no era por celos. Celos era un argumento al que recurría cuando ya no se me ocurría que más cosas decirle para justificarle que le espiaba las cosas. Pero nunca tuve celos realmente. Lo único que tenía era miedo y una desconfianza tremenda. Con su mejor amigo hablaba por Whatsapp (lo sé porque yo lo leía) de otra manera distinta a la que hablaba conmigo, a como yo pensaba que era. Hacía “chistes” de humor negro tremendos y hablaban de lo guapas que eran las chicas que tenían fotos desnudas a las que pedía solicitud en las redes sociales, ilusionándose porque le habían aceptado, o instando a su amigo de que se follase a putas o a chavalas que conocía de internet). En redes sociales seguía a chicas a las que claramente seguía por su físico y luego las hablaba por privado de una forma súper amigable.
Que quede claro que NO ME IMPORTABA que hablase con otras personas. Sólo me importaba que me mintiese, creerme todas y cada una de sus mentiras, de las facetas que él me vendía que eran su personalidad y que luego comprobaba que eran mentira, porque no se correspondían con sus actos. Sentía que estaba con un impostor, y empecé a sentir que no le conocía. Mi única forma de conocerle era viendo como era él realmente: sus comportamientos con sus amigos y online. Me obsesioné completamente con mirarle las cosas, cuando estaba con él estaba deseando quedarme un momento a solas con su móvil para ver lo que hacía. Estaba deseando que se durmiese para poder saciar mi ansia de verdad (y ya sabemos lo que hacía para que se durmiese). Era como si sonriese agachando la cabeza a todo lo que él me contaba de sí mismo, a lo que me vendía, y devorar la realidad cuando tenía la oportunidad. Para mí era un verdadero alivio verlo, sentía que así le conocía de verdad, que veía a la persona que de verdad era. Y en efecto así era, porque luego le recriminaba las cosas que había hecho o dicho y le costaba mucho encontrar argumentos para contradecirlo o defenderse. “Sigo a estas chicas porque me gusta su cuerpo, tengo derecho a que me gusten”. Que pesaico con tus derechos, niño. No, si te puede gustar lo que te dé la gana, pero resulta que, si ves a las mujeres de esta manera tan asquerosa y que por eso decides hablarlas y seguirlas, no quiero estar contigo, porque significa que a mí también me ves así: como un objeto sexual.
Cuando le decía cosas que “sospechaba” (que sabía porque las había comprobado, pero aún así quería darle la oportunidad de reconocerlo), él lo negaba y decía que eran paranoias mías. Me contradecía para obligarme a reconocer que yo había visto sus redes. Era YO la mala, la que tenía que disculparse por “haberlo vuelto a hacer”, cuando era él el que no paraba de mentir y comportarse de esa manera. “Sabía que lo habías hecho, por eso te decía que no he hablado con X, para que me lo confesases”. Sólo después de jurarle que YO no lo haría más (cosa que ambos sabíamos que volvería a pasar porque ¡tarán!, seguía mintiendo) me decía que se arrepentía muchísimo, que es verdad que él era así (un cerdo baboso, un racista y un mentiroso) y no como me había dicho. Mi respuesta: no quiero estar con alguien así. Es curioso que tuviese claro que no quería estar con alguien por su ideología hacia otros y no hacia mí misma. Pero él me decía que iba a cambiar. Y por eso seguimos. Nunca cambió. Sólo se cambiaba las contraseñas para que no viese lo que pasaba en vez de solucionar el puto problema de base: mentir y ser una persona de mierda.
La cosificación hacia las mujeres no sólo era para las de las redes sociales, sino hacia sus amigas y gente cercana y, por supuesto, hacia mí. Antes de estar conmigo, se había dedicado a liarse con las chicas de su grupo de amigos. Todos los chicos del grupo se dedicaban a liarse con ellas y luego comentarlo en grupo (¿nos suena de algo?) a la par que las trataban mal y las llenaban de complejos. Él decía “esta está loca”, “esta otra también”, “esta es una guarra”, “esta quiere llamar la atención”, “esta es fea”, etc. Ahora que estaba en una relación cerrada podía permitirse hablar así de ellas, ya que ya no quería nada de ellas. Cuando perdió su amistad, no hizo nada por recuperarla o cuidarlas.
En mi caso, la cosificación fue desde el principio, desde que le gusté físicamente y me buscó en Tuenti (como hacía con todas las mujeres que le gustaban, solo que yo fui más lejos que las demás) hasta que empezamos a salir y empezó a pedirme fotos. Ya sabéis, fotos para masturbarse, en las que saliese desnuda o semidesnuda. Tuvimos muchísimas discusiones porque yo no quería. Tenía bastante claro el peligro de esas fotos por las charlas que me habían dado en el instituto: nunca se borran, una vez que las mandas no sabes qué va a pasar con ellas, pueden hacerte muchísimo chantaje a cambio de no revelarlas o mandarlas, etc. Pero… pero ya sabéis. Lo hice. Muchas veces. NINGUNA de esas veces, quise. Fue por presión de la conversación, porque ya no podía más, o por agradarle. Cuando le decía que no él no lo aceptaba, me insistía diciéndome que por qué no, que no iba a pasar nada, y yo le contestaba cosas muy básicas: “luego acaban en cualquier sitio” a lo que él respondía que no las iba a difundir, que qué pensaba de él, si él me quería, y que (atención) “según hiciese lo que tenía que hacer con ellas las borraba”. “No quiero, no me gusta porque no me transmite nada, es algo que solo te da placer a ti”, se convirtió en mi último argumento los últimos años, y fue bastante sólido. Pero antes de llegar a esa determinación llegué a mandarle muchas, porque él quería “sentirme a su lado” en esos momentos. Y en uno de mis actos de espionaje por su ordenador encontré varias. ¿Borradas, eh? Curioso…
Cuando yo subía fotos sensuales o insinuantes o se me veían centímetros de piel en redes sociales se liaba pardísima, porque claro: por qué hacía eso, que de quién quería llamar la atención, que si no podía “gustarme yo sola sin necesidad de compartirlo”. Claro, su novia no (sólo la consume él), pero todas las pobres chavalas de twitter e instagram de las que buscaba sus fotos para masturbarse y luego hablarlas, no le molestaba, ¿a que no? Una de estas chicas es su amiga actualmente, si por algún casual lee esto, que actúe como considere. Que sepas que él ha hablado de una manera asquerosa de ti con sus amigos, que te ha buscado para masturbarse, que probablemente ahora sois amigos porque en un principio quiso follarte.
A todo esto, yo empecé a sentirme loca de verdad, entre la obsesión por la verdad de los hechos que tenía, el continuo callarme y controlarme para no molestar (aún a día de hoy tengo secuelas y siento que “molesto” o que soy pesada simplemente por estar con gente), el ser perfecta para él. Llegaba a hacerme sentir tan culpable por todo esto, que fue cuando empecé a autolesionarme. En las discusiones jamás me alzó la voz o me insultó, pero su frialdad e indiferencia me golpeaban con rabia, era como un “estás loca” en toda regla, porque soy yo la que grita, la que patalea, a la que molestan las cosas, y él es todo calma. Y yo no entiendo la calma ante cosas dolorosas y necesito sentir el dolor que él no está reconociendo: necesito que sea real, no sólo en mi cabeza (suena a loca total, ¿a que sí?)
Y me golpeo. Me golpeo la cabeza contra la pared y con mis propias manos, doy hostias al suelo y a la pared, me clavo las uñas y me pego en donde sea. ¿Creéis que me ayudaba? No, me decía que le daba miedo ¡que le fuese a pegar a él! Una vez me golpeé tres veces con un bote de laca en la cabeza (el cual se deformó y todo) y acabé literalmente a sus pies pidiendo perdón (¡pidiendo perdón por haberme golpeado a mí misma! Flipante.) porque él había tenido miedo de que le fuese a hacer daño. Ese día dijo que como volviese a pegarme me dejaría. Así que dejé de hacerlo. Ya ni siquiera podía expresar de esa manera mi dolor, así que la locura comenzaría a reflejarse aún más en mi cabeza. Desde los dos años de relación comencé a ir a la psicóloga porque “no podía dejar de pensar”. La salud mental es una cosa muy compleja que tiene que ver con una misma y la gestión de las emociones, los pensamientos, etc. Pero el entorno SIEMPRE es determinante. ¿Cómo no iba a acabar así? Si no podía sentir, si no podía hablar, lo único que me quedaba era gritarme a mí misma en mi cabeza. Mi psicóloga me daría una de las claves que más me han ayudado en la vida: “la rabia hay que soltarla a poco, como un río. Si te lo guardas todo, al final saldrá como un embalse que explota.” Y sí, explotó. También me dijo otra cosa: “si no te fías, pregunta. Si te mienten, es su problema”. En eso se equivocaba. Si me mienten, es mi problema, yo estoy con el mentiroso, yo estoy con el impostor. Y lo único que puedes hacer es escapar, o quedarte ahí atascada en la mentira, obsesionándote con ella, conviviendo con ella.
¿Y él, no tenía celos? Qué raro que nos hables de un maltratador que no es celoso, Laura. Uy, espera, que no había llegado ahí y eso que está siendo larguito el texto, ¿verdad? Ojo por ojo. Como yo le miraba las cosas, él tenía derecho -qué puto pesado, con eso justificaba todo, coño, me paso el derecho ya por el chocho, ¿eh? (a esto me refiero con la vehemencia, ¿a que molo?)- a mirarme las mías, hasta el punto de que se sabía mis contraseñas o yo se las decía. Así le demostraba que no tenía nada de que desconfiar porque yo estaba con él y sólo con él y podía comprobarlo. Pero encontraba de qué desconfiar.
Si hablaba absolutamente con CUALQUIER hombre (que no mujer, aun sabiendo que yo soy bisexual, pero supongo que por ellas no se sentía amenazado o no me veía sucias intenciones) estaba tonteando con él, aunque fuese la conversación más banal del mundo (y que si tonteaba estaba en mi derecho de hacerlo, ¿no?). Si un amigo me decía “te quiero”, me hacía captura y me lo enviaba para pedirme explicaciones, a veces hasta le daba a me gusta a los comentarios de mis amigos para que tuviesen claro que él estaba ahí, viéndolo. No podía tener amigos chicos. Bueno, podía, pero se liaba pardísima.
Los celos aumentaron al abrir la relación. Como yo no sabía escapar de la relación y no quería o no sabía romper con él y además coincidió con que me empezó a gustar otro chico, descubrimos el “maravilloso” amor libre. En ese periodo follé con un amigo (con el que además no quería follar porque no me gustaba, pero ya sabemos que lo de saber decir que no, no iba conmigo) y después de aquello no podía ni mencionar a ese amigo, ni hacerme fotos con él ni nada, por mucho que no hubiese significado nada y no me gustase nada ese amigo, le recordaba a mi eterna traición (1. Si me hubiese gustado que se hubiera jodido, pero no es el caso y 2. Traición ni leches que teníamos acordado que la relación era abierta, osea no te sulfures, nene). Después de unos meses volvimos a cerrar la relación porque me empezó a tratar como el culo al no ser necesario cuidarme por no sentirse como tal en una relación, yo me arrepentí de haberla abierto y quise cerrarla para recuperar su amor y que volviese a tratarme bien.
El control no se manifestaba sólo en los celos. Tenía que decirle donde estaba, qué había hecho en el día o qué iba a hacer, con quién y por qué. No porque me lo exigiese, simplemente me lo preguntaba como si tal cosa, pero si mostraba evasivas u ocultaba información (para que no hubiese movida por celos) se ponía como loco. Dejé de quedar con muchísimas amistades hasta quedarme con una amiga (a la que de vez en cuando él usaba como puente para enterarse de si yo le decía la verdad o no) y él. Dejé de ir a sitios sola (exposiciones, charlas, museos, viajes), porque él quería acompañarme a todo, le daba “pena” que fuese sola o a mí un apuro gigante porque no sabía estar sola. Estaba sola, pero a la vez no lo estaba, estaba con él, y cuando no lo estaba él llenaba todos mis pensamientos y todas mis acciones (ya que luego tenía que contárselas, así que tenían que ser de su agrado). Por si eso fuera poco, él intentaba invadir mis espacios. Cuando entré en mi grupo scout me enamoré en seguida de la gente y de la libertad que suponía poder estar ahí sola, siendo yo, sin nadie que me juzgase. Fue tan significativo que lo asocié con la libertad, y siempre que hablaba de mi grupo se me iluminaban los ojos y me cambiaba el rostro, cosa que él no soportaba. Criticaba absolutamente todo lo que hacía mi grupo y hablaba fatal de él, pero luego quería venirse a campamentos y formar parte del mismo. Yo le decía que no entendía por qué hablaba tan mal de ello y que así no quería que viniese. Así. Comportándose así. No era capaz de decirle que no quería que viniese porque no me daba la real gana, porque era mi espacio y no quería que lo invadiese, porque me gustaba estar sola y ser yo sin su puto jeto de por medio. Cuando estaba en los campamentos, no le eché de menos ni un solo día. Curioso.
Y bueno, aquí lo que todos estábamos esperando, lo único que es “violencia de verdad”, porque todo lo anterior, (las OCHO páginas anteriores), no sirve de nada si no te golpean, ¿no? Pues nunca me pegó. Y eso hace ilegitimo mi discurso. Eso hace que la gente arquee las cejas y diga “ah, bueno, entonces…” y que me digan que no es para tanto, que estoy exagerando… Todo lo que he dicho hasta ahora desaparece porque él no me pegó.
El caso es que sí que me pegó. Claro que era consentido (en nuestra relación nada estaba consentido por mí, aunque lo hiciese, recordemos), y en el sexo. El BDSM y todas las fantasías sexuales que él veía en el porno se reflejaban en nosotros. A mí no me desagradaba el BDSM (de hecho en la actualidad me encanta) cuando las primeras veces lo hicimos por probar, pero pasó a ser lo único que le apetecía, a darme una hostia sin preguntar, o sin que yo se lo pidiese. Me bloqueaba. Me bloqueaba y me quedaba mirando a la nada, incapaz de decir nada. Muchas veces no se daba cuenta porque estaba desfogado. Otras sí y entonces parábamos porque “yo no estaba sintiendo nada y así no era plan”. Igualdad, oh, qué bonito. Era mi culpa no sentir placer en el sexo. Durante años no sentí absolutamente nada. Llegué a pensar y decir que tenía un problema, que me costaba mucho tener orgasmos, etc. Me sentía culpable porque no entendía por qué me bloqueaba.
Ahora entiendo que me estaban violando.
Inciso educativo. Si no te preguntan: NO ES CONSENTIDO. Incluso consintiéndolo, o callando, como en mi caso, la otra persona tiene que estar SIEMPRE atenta de si estás mal, de si tienes la mirada perdida o no respondes al contacto, y agachar la cabeza y sentirse lo mal que se tenga que sentir por haberte hecho pasar esos terribles segundos, minutos, o las veces que hayan sido.
Y pegar… Ay, qué dañito que hace el porno. Acostumbrados a ver violaciones constantes grabadas, con actrices que, qué curioso: lo consienten (pero sólo por dinero, claro, nada sospechoso…), luego creen que eso es el sexo. Que estoy igual de dispuesta para él, que voy a hacer todo lo que se me pida, que soy su juguete sexual y eso le encanta, le pone, le desquicia y se siente increíblemente bien de tener una novia tan liberal en el sexo.
A estas alturas, él me daba muchísimo asco, y le odiaba.
Ahora bien, ¿por qué te quedaste tantos años a su lado sabiendo que él no era la persona que te vendía, sabiendo que te mentía constantemente sobre sus valores y su forma de pensar, violada casi a diario y aguantando vejaciones? Pues mira, por el cuento del amor. Él era el amor de mi vida, el futuro padre de mis hijos. ¿Cómo iba yo a dejar a mis niños (esos que no existían aún) sin padre? ¿Quién me iba a querer como él? No había nadie tan increíble como en él en el mundo, que me quisiese tanto, que supiese tanto, que me tratase tan bien. ¿Cuándo iba a tener otra relación de amor tan bonita como esta? Si le dejaba, iba a perder al amor de mi vida, al que ambos estábamos destinados, y no había más amor para mí en el mundo. Ay, la mierda que nos han metido con la media naranja, ¿eh? Viene podrida, la frutita.
En el último año prácticamente éramos una pareja nuclear. Es decir, típica e irrompible. Los últimos meses prácticamente vivía en mi casa porque mi familia le acogía, ya que vivía lejos del trabajo y le hacíamos el favor. Esto llegó a agobiarme. Yo dejaba de hacer todo lo que me proponía para estar con él (me parece lo lógico cuando alguien está en tu casa, el hecho de prestarle atención), frente a su malhumor causado por el trabajo y su querer estar a su bola (¡en mi propia casa!) porque estaba cansado. Vivía por y para él. Como dijo mi mejor amiga, “eres una mujer de 50 años que remueve el puchero y mira su vida y se pregunta ¿qué he hecho?”. Y tenía toda la razón. Me empecé a cansar. ¿Ahora, después de 5 años? Bueno, llevaba cansada bastantes años, pero ahora es cuando decidí que tenía que empezar a cambiar: tenía que dejarlo. Pero no me atrevía, me daba miedo romper mi vida tal y como la conocía hasta ahora.
Ya no aguantaba nada, las discusiones eran cada vez más frecuentes y cortas porque las cortaba de inmediato. Imponía mi opinión, me daba igual no llegar a un punto en común. Tampoco importaba mucho porque él estaba cansado y se iba a dormir. Me formé muchísimo en feminismo y cada vez me picaban más los ovarios. Pero ni la feminista más radical que tenía en mi interior podía renunciar a lo que sentía por él. Y eso es lo que más duele de todo, de verdad. Ser consciente de todo, saber que es algo malo y no poder cambiarlo. No poder por amor. Por amor, dejas de amarte a ti para amar a otro. Y eso, no es amor. Es una mierda.
Justo en toda esta espiral de mierda conocí a alguien que me abrió los ojos. Esta persona me hizo de espejo, fue la primera a la que tras contarle detallitos de mi relación me dijo “esto no está bien”. Mis amigos (los pocos que me quedaban) y mi familia, lo veían como algo normal, como cosas de pareja que había que esforzarse en superar. Si yo le quería y quería seguir con él, tenía que luchar por ello. En palabras de mi madre “tenéis algo muy bonito como para perderlo”. Cuando me decía esto se me rompía el corazón y pensaba: “ay, mamá, no sabes ni la mitad”.
Bastó sentir un cómplice, alguien que me dijese que lo mío no era normal, que a lo mejor podía sentirme querida de verdad por otras personas, que tenía cosas de mí (físicas, mentales, hábiles) que eran bellas o que no lo eran, pero que daba igual porque eran mías… para hacerme ver que yo merecía la pena. ¡Bastó otra persona para ello! Le debo la vida y le estaré eternamente agradecida, por darme el empujón que me faltaba y ayudarme a redescubrir mi vida.
Estuve unas semanas lejos de casa y de él en un campamento scout, y ahí de nuevo me sentí libre y autónoma. Ahí cogí las fuerzas para volver y dejarlo, animada por las palabras y apoyo de esta persona (y amiga) secreta. Y lo hice, lo dejé. Casi se me van todas las fuerzas de todo un mes preparándome cuando le vi derretirse y llorar (solo le había visto llorar una vez en cinco años). Si no hubiese tenido esas semanas de preparación previa, me habría arrepentido, no habría culminado la acción, le habría dado una oportunidad más. Nos abrazamos y le dije que le quería mucho y que no teníamos por qué romper la relación, solo dejar de ser pareja. Que lo tóxico eran las movidas de pareja, de exclusividad, de esas cosas, y que podíamos ser amigos. Le pareció bien.
Espera, que sigue. ¿Pensabais que tenía final feliz? Después de romper hay una ruptura personal, además de que la persona (por desgracia) no desaparece de la faz de la tierra, por lo que continuan los problemas con ella.
Los días siguientes fueron una subida y bajada para mí. De repente me descubrí yendo a sitios o quedando con gente y volviendo a casa sin tener que explicar nada a nadie, solo con la sensación de haber hecho algo por y para mí. Me marcó tantísimo que incluso me tatúe la palabra “autónomx” en las manos. Está ahí para siempre, bien a la vista, para no olvidarme de eso, para luchar siempre por mí, para que nunca jamás, por mucho que ame o que no ame, siempre recordar que yo puedo, que yo soy, que yo me tengo a mi para hacer, para ser.
En ese momento estaba tan asqueada que decidí que no quería volver a tener una relación de pareja en mi vida. Jamás. Que el amor monógamo y romántico para mi tiene todo esto unido, que es casi imposible escapar de ello, ya que se pueden excusar muchas cosas detrás de un “si yo no soy así” o un “lo hago porque te quiero.” Basta. Aquí solo me quiero yo, y otres comparten mi tiempo conmigo, cuando y como yo elijo. Y la verdad es que es muy bonito.
Pero eh, que no todo ha acabado siendo bonito. Que después de cortar tuve días horribles también en los que quería morirme, porque mi vida ya no tenía sentido, ya no tenía a mi familia (ahora pienso que mejor, que la familia nuclear es radioactiva), ni a la que iba a tener con él ni a la real, pues el bajón que le dio a mi familia cuando cortamos fue gordo. No sólo rompía una relación mía, rompía una relación suya, y encima les pedía mucho al decirles que no quería que tuviesen más relación con él, al menos delante de mí. Cuando medio mencioné a mi madre que él me había maltratado, su cara de incredulidad y sus cejas arqueadas me dolieron, y aún más que me pidiese ejemplos o vivencias de ese maltrato, y que al decirle algunas cosas me las rebatiera en que no eran para tanto. Desistí y no conté más. Preferí el silencio a que se me cuestionase lo vivenciado, a que de nuevo se me negase el dolor. Y pedí que, aunque no se me entendiese, se respetase que no quería que él volviese a casa.
Poco después de cortar, le llamé porque necesitaba ayuda sobre un tema: un exligue del pasado me habló para pedirme explicaciones de por qué se iba diciendo por ahí que él me había violado, y yo flipé. Llamé a Rodri y en efecto, él había dicho cosas que se podían haber interpretado como tal. Pero esto no me lo dijo él, claro. Le llamé y su respuesta ante mi demanda de explicaciones fue “ya no te debo nada”, y colgarme. Claro que yo ahora era una feminista bastante radical (juju) y le dije que o hablaba conmigo o iba a la puerta de su casa hasta que se solucionase, que no quería que hablase ni una palabrita por ahí de mí. Menos mal que queríamos acabar bien, ¿eh?
Después de muchas amenazas por mi parte accedió a decirme que sí, que había hablado de nuestra relación y tenía derecho (AAAAAAAAAAAARGGG!!!!) porque también había sido su relación y podía contar cosas de mí. Sólo después de que casi le jurase que le arrancaba la yugular (no fue para nada así, pero bueno, que insistí, ya me entendéis), me dijo que no iba a hablar más pero no sin olvidarse de decirme “estás loca”. Pese a todos los años que llevaba haciéndome sentir como tal, nunca lo había verbalizado, pero supongo que ahora ya no existía la barrera de la buena conducta que hay que tener para mantener una relación. Fue el determinante para bloquearle de todas partes, jurarle la muerte en mi fuero interno y me prepararme para olvidarle para siempre jamás. No sin antes alertar a todas mis nuevas (nuevas porque recordemos que no tenía amigas mientras estaba con él) amistades (a algunas de las cuales YA había hablado de esa manera tan simpática que tenía de hablar a las chicas con las que quería algo) de que también le bloqueasen, para así protegerlas y sentirme protegida, sin que él pudiese acceder a mi o a mi entorno.
Pero no. No acaba, ¿eh? Me mandó un SMS (de los antiguos) para que le desbloquease del whatsapp y hablar conmigo. Así lo hice. Toda la conversación diciéndome que lo sentía muchísimo, que me quería, que me deseaba lo mejor, y a la vez asegurándose de que yo no estaba diciendo nada de él porque le habían bloqueado personas en redes sociales y llegado mensajes de odio. Yo muy cortante diciéndole que los hechos eran que me había tratado fatal y me había llamado “loca”, (una de las peores cosas que podía decirme porque me había hecho él estar loca durante toda la relación, aunque eso no se lo dije), que no era mi problema quién le bloquease y que pasaba de él. A los pocos días me pareció que había sido muy dura y le dije que quería tener una buena relación. A él ya no le interesaba, estaba de vacaciones haciendo surf. Así varias veces, que si sí, que si no… que bipolar, ¿no?
Después de las vacaciones quedamos un día que yo me siento especialmente vulnerable porque empieza de nuevo la rutina (septiembre) y yo no sé tener una rutina sin él. Se me ha dado muy bien improvisar en las vacaciones planes locos, pero ahora tengo que volver a aprender a dormir sola, comer sola, y tomar decisiones por mí misma. Y le echo de menos, porque claro, aún le quiero. Y nos besamos. Pero somos amigos.
Pero no, eso significa para él algo. Para mí es un gesto de amistad, de que las cosas pueden funcionar bien con cariño. Qué pesada dando oportunidades, coño. Para él significa que empieza a preguntarme que qué hago, a hablarme casi a diario, a decirme que por qué quiero conocer gente nueva teniéndole a él. Le paro los pies. Estoy muy a gusto así y le digo que no pienso aceptar esto. Entonces ocurre lo peor: mi familia le invita a casa. Veo cómo le echan de menos, cómo se relacionan con él, cómo él se siente tan a gusto estando allí y yo tan miserable y tan culpable. Cuando se va rompo a llorar y me duermo queriendo que esté a mi lado. Siento que se ha venido abajo todo el trabajo de los últimos meses que he estado superándolo. Le hablo por whatsapp y le digo que no puede venir más a mi casa. Me contesta que él tiene una relación con mi familia y que, como siempre (¿os suena?) yo tengo que aceptarlo. Estoy harta y le digo que no, mira, que acepte él que no, que si quiere que se relacione con ellos cuando yo no esté delante. Ya no me callo. Eso le duele. Está triste porque no tiene a nadie que le dé cariño. Eso me ablanda. Luego le bloqueo durante meses y dejo de saber de él hasta que un día decido perdonarle para no sentir tanto odio en mi vida, y veo que sigue igual de manipulador, usando a la gente, a sus amigas, a las mujeres… Y sueño con prevenirlas, sueño con hablarlas a todas ellas y hacer un comunicado, tengo pesadillas sobre ello. Y por eso hago esto.
Siento una especie de deje de vómito cuando pienso en él. A veces le quiero muchísimo y le echo de menos (las risas, los buenos momentos, los cariños, las vivencias compartidas) y otras le odio por todo lo que me ha hecho. ¿Y sabéis qué? Prefiero odiarle y odio seguir queriéndole. Prefiero odiarle y que deje de herirme. Pero, sobre todo, ahora me toca cuidarme.
Me toca estar sola y disfrutar de ser autónoma, libre y loca. Estas tres palabras ahora mismo me empoderan muchísimo. No sé si estoy loca, pero ya me da igual, porque no estás tú para juzgarme, gilipollas. Soy libre de ti, soy autónoma conmigo.
Me toca cuidarme, curarme de toda la mierda que me has dejado encima. Al menos ya no tengo pesadillas todas las putas noches sobre ti y tus engaños, pero sigues apareciendo en forma de traumas al expresar cómo me siento, al relacionarme con gente, al mantener amistades, al ocupar espacios, al expresar emociones, al tener sexo con o sin putos orgasmos de mierda, al sentirme válida y al merecerme todo lo mejor del mundo, porque ME LO MEREZCO. Por todos estos años que he estado perdiéndomelo. Ahora lo voy a vivir con creces.
Escribo todo esto para parar de perdonar (porque sigo), para leerlo, para que siga aquí, visible, y que “lo invisible” del maltrato se verbalice, para que te sientas identificada y huyas, grites, patalees, y seas violenta y te quieras por encima de nadie, por muy sola que estés, por muy loca que estés, esto va por ti: yo te creo, yo te quiero, yo estoy contigo.

Lora, 13 de diciembre 2017

(Corregido y repasado el 25 de Diciembre de 2018)